La membrana plasmática es la barrera de separación entre el interior de nuestras células y el exterior (¿os acordáis que lo explicamos hace unos meses?), sirviendo de contenedor y actuando como protección mecánica. Nos ayuda a mantener las condiciones óptimas para los procesos celulares y nos aísla de agresiones externas. Entre los distintos componentes que la forman encontramos azúcares, proteínas (que permiten un intercambio selectivo de moléculas e iones), colesterol y fosfolípidos; éstos últimos son los encargados de aportarle cierta fluidez para que no sea rígida. Además contienen esfingolípidos y, entre ellos, algunos inusuales como dihidroesfingomielina (DHSM), para añadirle mayor consistencia.
Existen diversos microorganismos patógenos que intentan atravesar esta membrana para acceder al interior celular y comenzar a replicarse. Por ejemplo, éste es el caso del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH-1). Pero, ¿cómo actúa para infectar las células? El virus se encuentra rodeado por una cubierta en la que se localizan dos proteínas unidas: la gp41 (una glicoproteína transmembrana) y la gp120 (que permite la unión a un receptor localizado en la superficie de los linfocitos T (ver la imagen que acompaña al artículo) a través de microdominios específicos, llamados “balsas lipídicas” y cuya fluidez es alta. Así se logra el acoplamiento exterior a las células previo a su invasión. La proteína Des1 (dihidroceramida desaturasa) se encarga de regular las “balsas” y codifica este tipo de lípidos tan poco frecuente. Su inhibición impide la formación de un doble enlace en los esfingolípidos, es decir, favorece la rigidez de la membrana.
Un amplio equipo de científicos españoles ha demostrado que, bloqueando la acción de esta proteína, las “balsas lipídicas” de la membrana celular en los linfocitos T presentan mayor rigidez, lo que podría impedir la infección por VIH.